Anatomía sexual masculina (y II)

Si para ver los órganos internos utilizásemos una sierra, como usamos para hacer un corte limpio y descriptivo del pene, seguramente haríamos un estropicio de difícil reconstrucción. Por eso prefiero sugerir usar una máquina de rayos X o de resonancias magnéticas, nada que no pueda venir incorporado en móviles coreanos 5G.

En la parte posterior y superior de los testículos tenemos los epidídimos, que ya vimos maestramente dibujados en la entrada anterior, y que se encargan de almacenar los espermatozoides, adonde llegan inactivos y donde terminan su maduración hasta la siguiente descarga. Si no hay descarga se reabsorben en un alarde de economía de recursos. Si el lector está cerca de un escroto que no esté demasiado arrugado, puede palpar sus epidídimos tocando la piel con suavidad en la parte posterior del testículo y ligeramente hacia arriba.

Unidos a los epidídimos tenemos los conductos deferentes, que son finos tubos parecidos a los spaghetti y conforman el tracto por el que los espermitos, ayudados por los cilios, inician la carrera hacia donde sea que esté apuntando el pene en la eyaculación. Estos tubitos, que también pueden apreciarse con los dedos tocando el lado izquierdo y el derecho de la parte superior del escroto, suben hasta la altura de la vejiga pasando por sus laterales y vuelven a bajar para encontrarse con las vesículas seminales y los conductos eyaculatorios. Las vesículas seminales son dos glándulas rugosas, con la clásica forma que tienen las nubes en los dibujos infantiles, a ambos lados y por debajo de la vejiga que secretan una sustancia azucarada llamada fructosa que se une a los espermatozoides en su breve periplo y, como todo tiene su función, esta sustancia nutre a los mismos provocando su activación y movimiento.

Hasta este momento, solo estamos hablando de pares, pues los epidídimos son dos, así como los conductos deferentes y las vesículas seminales. Sin embargo, en la siguiente parada del trayecto, la próstata, los dos conductos eyaculatorios en los que terminaban los deferentes y donde las vesículas seminales liberaban la fructosa se hacen uno. La glándula prostática es un tejido fibroso de forma y tamaño parecido a una castaña no demasiado grande, de entre 3 y 4 centímetros de diámetro, que secreta un fluido blanco y alcalino que se une a los espermatozoides y a la fructosa dotando a aquellos de una defensa contra la acidez de la vagina y al semen de su textura y olor.

Las últimas en unirse a la romería son las glándulas de Cowper. Estos pequeños depósitos con nombre de detective angelino de los años cuarenta, aunque referido al doctor y anatomista que los identificó en el siglo XVII, son también conocidos como glándulas bulbouretrales porque tienen forma de bulbo y desembocan en la uretra, y son las encargadas de secretar un líquido transparente y lubricante que se anticipa al compendio de sustancias que sale de la próstata y que ayuda a neutralizar la acidez de la uretra. Durante la excitación a menudo son secretadas algunas gotas de este líquido, que sobresale por el meato y en ocasiones contiene espermatozoides, así que ojo porque la marcha atrás solo sirve para dos cosas: sacar el coche del aparcamiento y retroceder alarmado cuando descubres que las cucarachas tienen alas. Bueno, tal vez alguien os diga que los espermatozoides rezagados que no salieron en la anterior eyaculación y se quedaron en la uretra no son funcionales porque ya están inactivos y han perdido la oportunidad de nutrirse con la secreción prostática que los vitaliza. Sin embargo, la viabilidad de esos hipotéticos espermitos depende de varios factores, como el tiempo transcurrido tras la anterior eyaculación o la calidad del esperma en general. Así que nada de jugársela.

El semen, por lo tanto, es la suma de espermatozoides, la fructosa de las vesículas seminales, el fluido lechoso de la próstata y el líquido resbaladizo de la glándula bulbouretral.

En la próxima entrada analizaremos la belleza de la arquitectura anatómica sexual femenina.

Nos vemos.