Qué no hacer - El arte de discutir, parte 2
Puedes leer la primera parte de
El arte de discutir aquí.
El interior de una discusión es
un mundo bizarro y alterado cuya extrañeza solo puede ser observada por
aquellos que no están inmiscuidos en la misma. Cuando se discute, en ese
momento en que las mejillas están encendidas y la boca pastosa y el cerebro
sobrecalentado por no poder procesar todas las ideas o argumentos que a la
lengua no le da tiempo a escupir, es fácil perder la noción de lo básico y caer
en una red de estrategias sucias que no tienen más meta que la consecución de
la victoria. Una victoria irreal, pues no hay mejor pista de que una discusión
se ha convertido en pelea que la existencia de un ganador y de un perdedor.
La adrenalina segregada durante
una discusión fuerte no permite al discutidor evaluar la certeza o validez de
sus argumentos, y a menudo se sorprende avergonzado minutos después de la
discusión por la naturaleza bochornosa de sus razonamientos o por los ataques a
su pareja. Si bien es difícil pararse a pensar en las palabras de uno al calor
de la discusión, también es cierto que hay unas reglas básicas que permiten que
las discusiones sean fluidas, constructivas y ordenadas. En definitiva, unos
principios que ayudarán a no perderse en el frondoso bosque del resquemor y la sobreexcitación.
Así pues, qué NO hacer en una
discusión:
Displicencia.
Ser displicente significa no
valorar al adversario tanto como a uno mismo. En el caso del mundo de la pareja
es especialmente grave, pues en una relación de iguales ninguno de sus integrantes
debería —siempre que no se trate de parejas suscritas a contratos de dominación
consentida— estar por encima del otro. Por ejemplo:
Utilizar un tono hiriente infantilizando
al adversario.
—Cariño, me gustaría que acordáramos los gastos de la cuenta compartida
antes de hacerlos —dijo ella.
—Oh, ¿vas a llorar porque me he comprado la Play 4 sin decirte nada?
—contestó él en ese tono asqueroso que todos conocemos.
Ironizar sobre las virtudes o faltas del otro
que son ajenas a la discusión.
—Padre, entienda que las personas quieren cosas distintas en la vida
—comentó el hijo.
—Claro, tú lo sabes todo porque eres universitario, y yo no tengo ni
puta idea de la vida porque me crié capando cerdos con la boca —contestó el
padre, sobredimensionando el argumento de su vástago.
Añadir cualidades falsas y a
menudo negativas al adversario.
—En fin, voy a beber agua porque estás histérica y es inútil —dijo él
con desacierto.
—¿Sabes quién más bebía agua? Tu admirado Hitler —respondió ella no con
menos desatino.
Irse por las ramas.
Error común que solo sirve para
abrir más frentes, dejarlos todos sin cerrar y terminar con una sensación
desagradable de no haber avanzado nada con una discusión destructiva. En una
discusión provechosa no se cambia de tercio sin haber cerrado antes el tema
anterior e, incluso, es recomendable que el intercambio de ideas no sea de más
de un tema, pese a que se vayan cerrando el resto. En las peleas, en cambio,
suele ser habitual pasar de un asunto a otro, tengan relación o no, y dejar
heridas abiertas a las que poder echar más sal y vinagre en la próxima pelea.
Hay gente que eso de irse por las
ramas lo hace aposta en un intento de dinamitar una discusión para la que se le
han terminado los argumentos, pero también es un defecto que puede surgir
casualmente en el ardor de la situación y que es preferible identificar y
extinguir.
Interrumpir y no contestar.
¿Perogrullo? La mejor manera de
exaltar al otro es interrumpiendo su argumento alzando la voz en tono agudo.
Con esta acción no solo se limita la capacidad de explicación del otro y se
recorta su derecho a expresarse, también se infiere que la voz del interruptor
vale más que la del interrumpido. Una clásica variante de la interrupción es
hablar por encima de las palabras del otro, de modo que los dos discutidores
hablan al mismo tiempo sin poder registrar o asimilar lo que dice el otro. Es
una falta de educación que, si se arregla, ofrece una doble ventaja: aparte de
hacer sentir al otro que su opinión es valorada permite un momento de respiro
en el que reordenar las ideas.
Por su parte, no contestar es una
estrategia igual de exasperante para quien la sufre. Terminar una argumentación
calmada y bienintencionada solo para encontrarte con el silencio indiferente y
despectivo del otro es otra muestra visible de falta de respeto entre los
discutidores. Es una práctica de patio de colegio que ilustra incapacidad para
formar razonamientos válidos.
Perder los estribos o hacerse la víctima.
El primero que se enfada pierde. Ya
hemos dicho que en una discusión bien hecha gana todo el mundo, pero es
necesario resaltar que hay ocasiones en las que, en una discusión efectiva, hay
un perdedor categórico, y es el primero que se sulfura. Elevar el tono de voz,
utilizar el físico o movimientos para afianzar una posición de ventaja,
marcharse de la habitación, morderse el labio con saña, insultar, amenazar,
romper algo… Son acciones que deben quedar fuera de las fronteras de la
discusión constructiva, no solo por ser erosivas sino porque alimentan la
sensación de malestar que dejan las malas discusiones.
Igual de maligno es lo opuesto.
La pasividad y el chantaje emocional de los suspiros, los ojos cerrados y las
lágrimas de cocodrilo son igual de violentas que un ademán o chasquearse los
dedos de las manos. Ojo, aquí no estamos hablando de que en las discusiones no
se pueda llorar o que la impotencia de una pelea no pueda derivar en silencio.
Lo que aquí se expresa es que el abatimiento fingido, la falsa tristeza,
hacerse la víctima con la intención de minar la respuesta del otro, en
definitiva, es igual de contraproducente para la homeostasis de la pareja.
Cualquier cosa que dijera Schopenhauer.
Schopenhauer era un alemán algo
miserable y cascarrabias que murió de neumonía pero que antes de hacerlo empezó
a escribir un libro titulado Dialéctica
erística o el arte de tener razón que contaba con 38 estrategias con las
que ganar cualquier discusión fuese de manera legal o de forma ilícita, o sea,
se tuviera razón o no.
Schopenhauer nació viejo. |
Entre esas estrategias —que deben ignorarse para obtener una discusión provechosa— se encuentran las
siguientes:
-Uso de premisas falsas.
-Provocar la irritación del
adversario y hacerle montar en cólera.
-Desordenar las preguntas y los
argumentos para desorientar al adversario.
-Para lograr que el adversario
acepte una tesis se presentará la opuesta y se le dará a elegir entre las dos.
-Cambio de tema en cuanto haya
una refutación potente.
-Uso abusivo de la deducción.
-Si el adversario se muestra
irritado ante un argumento, debe usarse tal argumento con insistencia.
-Esgrimir un argumento inválido,
cuya invalidez solo puede reconocer un experto.
-Evadirse respondiendo con otra
pregunta o con una respuesta esquiva o con algo que carece de relación alguna
con el asunto en cuestión.
-Cuando se advierte que el
adversario es superior y se tienen las de perder, se procede ofensiva, grosera
y ultrajantemente.
El padre de todos los trolls de
Internet.
Utilizar falacias.
Las falacias son argumentos
inválidos que tienen apariencia de ser válidos y adecuados cuando en realidad
solo sirven para desviar atenciones y sumergir las discusiones en vorágines
viciosas de acusaciones y razonamientos pueriles. Son unas cuantas y todas muy
interesantes así que la tercera parte de El arte de discutir versará sobre
ellas.
De momento tratemos de evitar
todo aquello que convierte una discusión eficiente en un campo de batalla.
¡Hasta pronto! [left-sidebar]
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